25
MAY
2020

Hoy celebramos a San Felipe Neri



San Felipe Neri, el "Apóstol de Roma".

Nació en Florencia el 21 de julio de 1515. Su padre era notario; su madre murió pronto y lo educó su madrastra. En 1532 abandonó su casa; se marchó a San Germán, cerca de Montecasino con su tío, un comerciante rico, que quiso nombrarlo heredero y se quedó con las ganas.

Se fue a Roma en 1536, y ya no saldrá de allí; quería vivir como ermitaño laico. Vivió pobre de solemnidad; sobrevivió –entre penitencias, ayunos y mucha oración– gracias a la ayuda que le prestó durante catorce años su compatriota Galeotto Caccia, trabajador de la Aduana pontificia. Estudió filosofía en la Sapienza y teología con los agustinos. Al terminar los estudios se dedicó con todas sus energías al apostolado, montando curiosas y novedosas empresas que le dieron más de un disgusto grave.

Había que tener iniciativas porque la cosa estaba mal en la Iglesia. El Renacimiento había traído todos los ya sepultados cadáveres del paganismo, y aquellos vientos trajeron la tempestad de la herejía protestante y la Contrarreforma… de la cabeza a los pies hay ponzoña; hasta el papa Adriano VI lo ha dicho. Por todas partes hay gente pobre e ignorante, los jóvenes van y vienen sin guía.

Felipe decide poner en juego toda su imaginación y optó por el camino de la alegría, llegando a ser el conversador más simpático, afable y divertido del viejo barrio de los peregrinos; se hace encontradizo con los jóvenes, es bromista y dicharachero; con su simpatía atrae a la gente que luego se queda pegada en el imán de su bondad; organiza actividades para ejercitar la caridad con visitas a las cárceles, ayudando a estudiantes pobres, y dando ánimo a los enfermos de los hospitales.

Entremedias, comienzan a rumorearse por Roma algunos resultados más llamativos de su afán apostólico, como cuando llevaban al cadalso al antiguo intelectual dominico Paleólogo, hereje convicto y confeso; Felipe le salió al encuentro y le habló con tal entusiasmo y convicción que se convirtió.

Con treinta y seis años, «Pippo Buono» –Felipe el Bueno– se decidió a hacerse sacerdote; tardó tanto en su decisión, por un pronunciado sentimiento de indignidad; era el 1551. Se retiró a la iglesia de San Girolamo della Caritá, –San Jerónimo de la Caridad–. Empezó bien para ganar más en humildad; un día, ya revestido con alba vieja no muy limpia y ornamentos de desecho le impidieron celebrar la misa porque se habían enterado de que animaba a los sacerdotes a celebrar diariamente la Eucaristía, y a los fieles a que comulgasen con frecuencia.

Bonsignore Cassiaguerra, que acababa de ser elegido superior de la casa, lo ayudó porque compartía sus ideas; luego se les añaden Tarugi, senador romano que llegó a ser arzobispo de Avignon, y Baronio. Con estos apoyos, el apostolado cobra intensidad: interminables horas de confesonario, incremento de las visitas a enfermos en hospitales, y atención a la afluencia de discípulos, que se reúnen en una especie de desván habilitado para rezos, cánticos e instrucción religiosa.

Procura diversión sana para la juventud. ¡Organizó muchas y frecuentes procesiones populares! sin tumulto ni degeneración profana; rezando, cantando y caminando entre las siete Basílicas, con comida en pleno campo, y durando un día; aquellas manifestaciones multitudinarias adquirían especial solemnidad, folclore, y parafernalia con aditamentos juveniles expresivos, principalmente durante el carnaval romano. Claro que aquella manera de proceder no fue a gusto de todos. Hubo gente muy seria y conspicua a la que le pareció extraño en exceso aquel apostolado. La Inquisición se interesó por Felipe y menos mal que el papa Paulo IV se quedó prendado de él; con Pío V se le prohibieron las procesiones y vigilaron su predicación; les parecía que tanto éxito se basaba en la excentricidad.

Su principal obra fue la fundación del Oratorio. Lo nombraron rector de la iglesia de San Juan Bautista de los florentinos; el papa firmó una bula en 1575 por la que instituía en Congregación de sacerdotes y clérigos, dándole la iglesia de la Vallicella, en la Vía Giulia, y el nombre de Oratorio, al grupo de clérigos que habían ido agrupándose en torno a Felipe; se gobernarían por los sencillísimos estatutos que para el orden y vida en San Jerónimo había dejado escritos Felipe.

Ni quiso, ni aceptó una extensión fuera de Roma, como tampoco permitió vincular una casa con otra, porque el único vínculo que él quería entre los sacerdotes del Oratorio era el de la caridad, tratando de santificarse sin votos especiales con los consejos evangélicos, y que la dirección de cada casa estuviera bajo el cuidado de un rector autónomo elegido cada tres años.

Con la oración, recibió abundantes gracias místicas y sufrió frecuentes éxtasis en la mejor hora, la de la acción de gracias después de celebrar. En una de esas trepidaciones, se le rompieron algunas costillas, como lo demostró la autopsia.

Ya anciano, en una carta del 7 de abril de 1595 a Florentino Vittorio, se encomendaba a sus plegarias «de lo que tengo tanta mayor necesidad en cuanto que, acercándome a la muerte, no conozco haber hecho algún bien». Tras sentir su muerte, destruye sus cartas y escritos, según los propios oratorianos; los escritos no han de haber sido muchos, pero quizá sí tenía una gran correspondencia.

El 22 de mayo de 1595 sufría una hemorragia y el Cardenal Borromeo le administró el Viático. Se recuperaba brevemente y volvía a decaer. El jueves 25 de mayo, fiesta del Corpus Christi, recibió a penitentes y a los cardenales Cusani y Borromeo. Celebraría al medio día su última Misa y por la tarde escuchó confesiones.

Por la noche hizo que le leyeran la vida de San Bernardino de Siena. Se fue a descansar y envuelto en hemorragias y sentado en su cama lo encontraría en la noche el padre Gallonio. Llamaron al médico y fueron los padres del oratorio, todo era inútil. El padre Baronio, prepósito, recitó la recomendación del alma y pidió al Padre la última bendición. Felipe, siempre sentado en la cama, sonriendo a los suyos, abrió los ojos, los tuvo fijos hacia lo alto, los puso sobre cada uno y los cerró para siempre. Eran cerca de las tres de la mañana del nuevo día, 26 de mayo.

El Papa y los miembros del Colegio cardenalicio, innumerables eclesiásticos y religiosos (los novicios de la Minerva acudieron juntos, «de dos en dos, llorando todos»), junto con un gentío del pueblo, de todas las clases; fue un obsequio unánime, hacia aquel que quedará para siempre con el título de «Apóstol de Roma».

El bendito cuerpo fue primero colocado en la sepultura común de los padres, pero al día siguiente, tras la insistencia de los cardenales de’Medici y Borromeo, se coloca provisionalmente en un lugar separado en vista de la veneración de tanto hombre, por parte de la Iglesia. Reabierto el féretro, el cardenal de’Medici puso en el dedo de los restos su anillo episcopal, adornado con un precioso zafiro.

Tres meses después de su muerte fue abierta su Causa de Canonización y el Padre Antonio Gallonio compuso la biografía del padre Felipe. El 11 de abril de 1615, se concedió celebrar el oficio y la Misa en honor del Padre, lo cual equivalía a la beatificación (no en uso todavía). Varias causas hicieron retardar la canonización, que llega por fin a cumplirse con Gregorio XV, el 12 de marzo de 1622, junto con la de los Santos Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús e Isidro Labrador.


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